18, 2012, 12:28 PM
Por Fernando Callejón
En
algún momento de nuestra vida, quizás no todos, pero sí la mayoría,
sufrimos una enfermedad. El concepto que tenemos sobre ella no es un
pensamiento más. Es una creencia, la de estar poseídos
por una fuerza que no nos pertenece y que nos ataca. Si bien esta
creencia es universal, no todos la vivimos de la misma forma. En
occidente, ha sido reforzada por la presencia de un sistema médico que
ha obtenido un gran poder que lo ha legalizado colectivamente.
El milagro de curarnos
Podemos decir que la enfermedad es un invento.
Como la luz eléctrica. La luz siempre existió pero lo que hizo el
hombre fue poder manejarla y eso le dio poder. El malestar orgánico o
emocional siempre existió pero lo que hizo la medicina fue clasificarlo y eso le dio poder.
La
creencia sobre la enfermedad no solo es la de una fuerza que nos ataca
sino que a partir de esa clasificación, es la de una fuerza que un grupo
de personas (los científicos-médicos) puede dominar. O por lo menos
ostenta un saber sobre ella y puede ejercer influencia sobre su
evolución.
Esta influencia ha crecido
desproporcionadamente en relación al saber. Actualmente las llamadas
enfermedades son desmesuradamente influenciadas por la
acción médica sin que haya un saber que sustente lógicamente esa
influencia. Se actúa sobre ellas sabiendo muy poco sobre el origen de la enfermedad y mucho menos sobre el sentido de la misma.
Pensemos
en un simple resfriado. Se atribuye a un virus pero no se lo combate a
él sino al resfriado. Se lo trata de abortar. Se usan antihistamínicos
para que las secreciones disminuyan y muchas veces antibióticos porque
se habla de alergias bacterianas o complicaciones infecciosas imposibles
de comprobar. Esta metodología que influencia el curso de la enfermedad
se basa en la misma teoría que sostiene que el sol gira alrededor de la
tierra; la observación superficial de un fenómeno sin preguntar nada
sobre las características del objeto sobre el cual el fenómeno actúa. Si
la física dependiera de los médicos, hoy seguiríamos creyendo que a la
mañana el sol está en el este porque a la tarde giró alrededor nuestro.
Pensemos
en un tumor. Un pedazo de carne que sobra. Los métodos médicos que
influencian su destino se basan en la misma teoría de observación
superficial y de ausencia de preguntas sobre las características del
sujeto enfermo. El pedazo de carne está de más y hay que eliminarlo. Si
no se puede con cirugía, se arrasa con drogas o radiaciones. Los físicos
no manejan la medicina y los médicos terminan por creer que una
resonancia magnética es una observación profunda. Se sigue observando
el fenómeno y no la naturaleza ni el sentido del fenómeno.
Es así que ahora hay dos creencias: el malestar es una fuerza que viene de afuera y se puede influenciar sobre esa fuerza con un saber que se llama científico.
Volvamos
al resfriado. Pensemos que quizás no es un virus el que lo produce (la
fuerza externa) sino que es una de las formas que tiene el organismo de
descargarse de una tensión que lleva demasiado tiempo acumulada. No hay
fuerza externa. Los virus ya estaban y uno no se contagia de nadie sino
que son ellos los que comandan esta forma de descargarse. Esto no
significa que no haya virus extraños al organismo y éste intente
rechazarlos porque no los reconoce. Los virus son cadenas de información
y si traen una información extraña e irreconocible, el organismo se
niega a aceptarla y se produce el rechazo de la misma. Pero esto no es
lo que ocurre en un resfriado común. Allí hay problemas territoriales y
las mucosas se inflaman para obstruir las narinas y no respirar el
mismo aire que el enemigo. Los bronquios expulsan moco para escupir al
invasor. Los músculos duelen para retirarse de la lucha. Y allí
los virus son excelentes colaboradores para generar este estado
inflamatorio que si bien es molesto, logra que el ser vivo se aísle y recupere su bienestar.
La
medicina en lugar de entender esto, ataca los síntomas para que el
sujeto vuelva a la cadena de producción lo más pronto posible.
Los médicos se comportan como aliados de un poder que exige
productividad sin interesarse por la verdadera recuperación del cuerpo
enfermo. El paradigma del agente externo como causa siempre presente de
la enfermedad sirve a los mismos fines. Si hay un agente externo debe
haber un poder que lo pueda combatir. Y ese poder es la científica
medicina.
Quizás si esto hubiera quedado allí,
tendríamos esperanzas de salir de esa trampa. Pero lamentablemente, la
influencia de la acción médica sin un saber lógico que la sustente,
generó tantos nuevos saberes vacíos, que estamos atrapados en una red
que se retroalimenta de otras disciplinas y de otros saberes. La
religión, la filosofía, la psicología, aportan nuevos saberes a esta
interminable creencia de la enfermedad como fuerza externa y a la
existencia de un grupo que tiene un saber sobre ella.
Escuchamos
conceptos que parecen valiosos: -Debemos aceptar la enfermedad si vamos
a luchar contra ella.- -La enfermedad es poderosa pero más poderosa es
la salud-. -La salud es el silencio de los órganos-. -La enfermedad es
un mal que debemos saber combatir-. ¿Quién podría negar el valor de esas
frases? Sin embargo, no sirven de nada.
Son saberes que se basan en una creencia vacía. Y no porque no se pueda defender esa creencia. Sino porque ya no sirve más.
En este contexto, nos han quitado la libertad de elegir.
En la historia de la humanidad, siempre hubo bandos, romanos y griegos,
árabes y españoles, buenos y malos, perversos y normales, nazis y
judíos. El ser humano podía optar, aún cuando esa opción fuera
equivocada. Ahora es imposible elegir ya que se trata de nosotros o los
virus, enemigos invisibles que destruyen a todos, sin excepción. Las
organizaciones mundiales encargadas de la salud avisan que futuras
pandemias son inevitables y elaboran mapas con colores cada vez más
intensos y tenebrosos. La humanidad toda enfrenta al enemigo invisible y
no hay opción. Por primera vez, en cientos de años, se está tomando
conciencia que no es la tierra la que está en peligro sino esta especie
que se ha creído excepcional y que ahora viene a enterarse que su
desaparición es posible. La génesis de Adán y Eva ya no calma los
temores de una especie que ha inventado el concepto de enfermedad y ahora el concepto en sí mismo la está arrasando. La fuerza externa que nos viene a destruir supera ampliamente el saber autorizado del grupo de personas que la combate. El concepto se escapó de las manos y tiene vida propia. La gente ya no se muere de la enfermedad sino del miedo que el concepto inventado le genera. El miedo no da tiempo a que la enfermedad actúe y nos mate ya que crea por sí mismo una realidad mortal. Así lo relata el cuento sufí:
Un sabio sentado en la cumbre de una montaña, ve pasar una sombra y pregunta:
- ¿Quién eres?
La sombra le contesta -Soy la peste-.
- ¿Adonde te diriges?
- A matar mil personas de ese poblado.
- Bueno, ve y mata.
A los pocos días, el sabio se encuentra con un hombre y le pregunta
- ¿De dónde vienes?
- Huyo de aquel poblado que ha sido atacado por la peste y ha matado treinta mil personas.
- Bueno, ve y huye.
A las pocas horas, vuelve a pasar la sombra y el sabio lo detiene.
- Oye tú, me has engañado, dijiste que matarías mil personas y has matado treinta mil. ¿Por qué?
La peste le responde:
- No es cierto, yo solo maté mil personas, el resto, murió de miedo.
Como
médico he presenciado muchas veces el fenómeno de una persona que en
pleno estado de salud y por hallazgos casuales (pruebas de rutina o un
médico demasiado inquisidor) ha sido diagnosticada de un tumor en
hígado, pulmón o mama. A los pocos días de ese hallazgo, el estado de
salud había empeorado dramáticamente. He visto a algunas personas morir
en poco tiempo luego del diagnóstico. Eso es miedo, no es cáncer.
Ese
es el concepto que se le ha escapado de las manos al grupo de
científicos que ostenta el supuesto saber de la enfermedad. Y ese
concepto se ha desbordado y ha creado una realidad autónoma entre otras
cosas, porque se ha colectivizado. Se ha vuelto un saber popular. ¿Quién
no ha escuchado alguna de las siguientes frases?: -El cáncer de
páncreas, cuando te lo diagnostican ya es demasiado tarde-; -la
quimioterapia te mata las células malas pero también las buenas-; -yo sé
que me voy a morir, lo que no quiero es sufrir-; -nunca conocí a nadie
que se salvara-; -la enfermedad avanza-; -hay que hacer algo- y tantas
otras. El saber colectivo sobre la enfermedad no se diferencia mucho del saber de los médicos, muchos de los cuales jamás se harían (y lo dicen públicamente) el tratamiento que le indican a los pacientes.
Actualmente
se escuchan muchas voces que cuestionan este concepto de la enfermedad
pero la mayor parte de las veces son ignoradas, reprimidas o
tergiversadas.
Es en este contexto que debemos
dejar de pensar en nuevos instrumentos contra la enfermedad para
comenzar a pensar en un nuevo concepto de la enfermedad. Se
gastan miles de millones de dólares en investigar y producir drogas
cada vez más nocivas para la salud de la humanidad y no cesan de
aparecer variantes de la misma enfermedad que no responden a esas drogas
o las llamadas nuevas enfermedades sobre las que ni siquiera se tiene
alguna droga con la que experimentar.
La
ciencia se nota perdida y actúa sin lógica. Solo intenta sacarse de
encima un problema inmediato sin pensar en las implicancias futuras de
su proceder. No interactúa con el resto de la sociedad que mira
azorada la injusticia del poder del que participa. El gobierno que
invierte doscientos mil millones de dólares anuales en productos
farmacéuticos es el mismo que gasta tres millones de dólares por minuto
en armas, mientras deja morir quince niños de hambre en esa misma
cantidad de tiempo. La ciencia médica usa el mismo presupuesto manchado
de sangre e injusticia. Y en esa confusión trata a los virus con la
misma filosofía del gobierno que la sustenta: usa armas mortales.
Es
justamente ese nuevo concepto de la enfermedad, el que nos va a
permitir salir del atolladero en el que el viejo concepto nos ha metido.
Si luchamos contra la enfermedad, luchamos contra el mensaje que pretende curarnos.
Cuando
una mujer se nota un bulto en la mama, debe parar toda actividad y
preguntarse qué le viene a decir ese bulto. Y si no lo sabe, debe
recurrir a alguien que la ayude a interpretar ese mensaje. No debe salir
corriendo en busca de ese personaje que detenta un saber sobre la
enfermedad porque eso la cristaliza en el viejo concepto. Y a partir de
allí, solo puede esperar que se instale una guerra en su cuerpo. Y el
bulto no vino a declarar la guerra sino a evitarla. Y no es que no debe hacer nada o curarse psicológicamente. Debe instalar la paz en su vida porque el bulto así se lo está exigiendo.
Y
eso no es poco pero es mucho más de lo que la medicina pretende con su
viejo concepto de instalar una guerra entre el cuerpo de esa mujer y-.el
cuerpo de esa mujer.
Los poseedores del saber sobre
la enfermedad se escandalizarán ante semejante propuesta. -¡No hay
tiempo que perder!; ¡Si no actuamos ahora, su vida corre peligro!- Y
comenzarán a citar estadísticas no solo fraudulentas sino aterradoras.
Algunos optarán por hablar de los adelantos de la ciencia y nos citarán
con absoluta seriedad, los anticuerpos monoclonales, los hibridomas y la
fusión entre los linfocitos B y los tumores. Suenan orgullosos de saber
tanto. Y es un saber vacío porque es eficaz contra el único mensaje que
pretende curarnos. Pero además es un saber corrupto, montado en
la sangre de millones de seres humanos, que en lugar de salvar sus
vidas, las pierden definitivamente.
No es una lucha entre los que saben y los que no sabemos. Es una lucha entre dos conceptos; el de una humanidad que se destruye a sí misma y el de una humanidad que pretende sobrevivir.
La
mujer del bulto en la mama deberá elegir y optar por quimioterapia,
radioterapia y cirugía y así seguir avivando el viejo concepto que nos
está destruyendo o podrá hacer un verdadero cambio en su vida y dejar de
sufrir por su hija que la ignora o por su esposo al que no ama. En ese
cambio, habrá entendido el mensaje de ese bulto que
viene a decirle: -¡No pongas más el pecho!; ¡Deja de ser madre y acepta
ser mujer!; ¡Libérate de ese hombre al que no amas!-
-¿Pero
quién me da las garantías de que el bulto no crecerá o que sus células
se irán a mi cerebro o a mis huesos?-, dirá la mujer envuelta en las
informaciones científicas pero a la vez en la realidad de conocer a
tanta gente que sigue ese camino. -Nadie-se le responde-absolutamente
nadie-. Desde el viejo concepto (la enfermedad como fuerza que nos
destruye), se le citarán estadísticas sobre lo que le podría pasar si no
hace lo que el grupo que sabe le dice que haga. Desde el nuevo concepto (la enfermedad como mensaje para sobrevivir), se le pedirá confianza en que si hace los cambios que debe hacer, se curará. No parece ser muy interesante la opción.
Es
así que la mayor parte de la gente opta por intentar hacer las dos
cosas o parte de ellas o casi ninguna de ellas. O lo que sucede con
frecuencia, opta por el viejo concepto y cuando ya no obtiene respuesta
de él, se vuelca al nuevo concepto. ¡Cuánto miedo!
Filosóficamente,
cualquiera de estas opciones viola uno de los principios en los que se
funda la realidad, el de la no contradicción: -Una cosa no puede ser y
no ser a la vez-.
Llamativamente, buena parte de los
médicos del viejo concepto están apoyando estas opciones como si con
ello colaboraran con la salud del paciente.
Sin embargo, esa es la realidad. El psicoterapeuta Mario Litmanovich dice claramente -¡Necesitamos médicos sin miedo!; esa es la única manera de salir del atolladero-. Creo también que necesitamos pacientes sin miedo.
Es
desde este lugar que proponemos el milagro de la curación. Milagro
viene del latín y su origen es asombrarse. Curación proviene de cuidado.
De eso se trata. El asombro de cuidarnos.
De
protegernos, de no quedarnos solos y sentir miedo. Allí aparece el
asombro. Todos estamos entrelazados y somos la humanidad. No somos el
paciente enfermo. Somos la humanidad enferma. Y entonces aparece el
cuidado. La necesidad de tratarnos como almas, no como cáscaras.
El médico alemán Hamer repetía
en sus seminarios una presentación que siempre culminaba con una frase:
-Necesitamos médicos de manos calientes que hagan de la medicina un
acto sagrado-. Allí estaba el centro de su propuesta.
Sagrado
siempre es citado como originado en sacrificar pero el sacre es un ave
de rapiña. Y así se llamaba al halcón en épocas antiguas. Un ave sagrada
cuyas uñas retorcidas le permiten sobrevivir hasta que madura y se
vuelven inútiles. Allí debe tomar la decisión de arrancárselas con el
pico si pretende sobrevivir. Si lo hace, vive una nueva vida, una nueva
oportunidad de ser joven y sagrado.
El milagro de curarnos es eso. Volver a nacer fuera de nuestros roles y percibirnos como almas que se relacionan con almas.
Dejar de ser hijos, esposos, madres, padres, médicos, abogados,
exitosos, fracasados o perversos. Y renacer como almas con cuerpos que
son usados, no descuidados.
Para ello, estamos acá. No para descubrir vacunas sino para tomar conciencia. De lo que somos y hacia dónde vamos.
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