LOS MAESTROS RIVALES
Cuentan los ancianos que en una época existía mucha rivalidad entre los curanderos de las montañas andinas, eran momentos de confusión, tensión y hasta odio. Se dice que era el reflejo de la marginación que se tenía al indígena y al clima social agitado de las dictaduras de turno. Esta es la historia de dos curanderos ayacuchanos, Don Melchor Prado y Don Atilio Castañeda, dos maestros que eran de la misma zona, habían crecido juntos, eran muy amigos desde la infancia y hasta en la escuela, ambos –inclusive- habían sido discípulos del mismo maestro curandero, el recordado Apu Sonqo. Por motivos extraños estos curanderos tomarían rumbos diferentes y terminarían por distanciarse al punto de declararse la guerra abiertamente.
Ambos eran muy buenos curanderos, curaban con hierbas y tenían como aliados los mismos espíritus de las montañas. Don Melchor era experto en los tratos con la pachamama con respecto a las cosechas y Don Atilio por su parte era el mejor en leer los mensajes de la madre tierra para beneficio del ganado, ambos eran visitados por mucha gente, que llegaba desde muy lejos con la sola idea de ser curados o atendidos en el nivel espiritual. Por desgracia la rivalidad entre ambos era una mancha imborrable en sus trayectorias curanderiles. Cada uno se justificaba a su manera echando la culpa al otro por el rencor existente. Nadie jamás supo el motivo de esta disputa. Lo cierto es que una vez que llegaron a la ancianidad, habían recibido las señales de la pachamama que no les permitiría trascender en la otra vida, mientras no hayan resuelto –en vida- sus diferencias. Era una prueba pendiente, que una vez superada les permitiría habitar en los apus sagrados de sus ancestros convertidos en espíritus.
La pachamama les exigía una única condición para lograr la trascendencia: “hacer las paces”, algo muy difícil considerando los años invertidos de energía pesante, rencor y malentendido. Ellos sabían en sus corazones que no había otro camino y que debían hacer la paz y perdonar el odio creado hasta entonces. Por encargo de sus parientes, ambos acordaron encontrarse y establecer las paces. Cuando llegó el momento del rencuentro muy lentamente fueron cediendo sus posturas, hasta llegar a recordar viejos períodos de la infancia y de la escuela, recuerdos que alegraron el ambiente por sacar a relucir situaciones agradables, la emoción almacenada era latente aún con el pasar de los tiempos. Cada uno tenía su versión del inicio de la disputa, pero lo cierto es que trascurridos tantos años ninguno tuvo el valor de superar el malentendido e intentar la reconciliación.
Era claro que en la reunión pactada ambos tendrían la intención de cambiar el rumbo de las cosas. Cada uno expuso sus motivos remotos de alejamiento. Don Melchor dijo haber sido calumniado en frente de sus discípulos. Por su parte Don Atilio dijo haber sido víctima de competencia desleal, ya que consideraba una ofensa que Don Melchor se considerase el único curandero de la Región. Una vez aclarada esta situación, ambos maestros entendieron que cada uno era responsable del rencor que habían alimentado por tantos años. Esa tarde la pachamama les concedió la lluvia, era una buena señal, ya que el agua lavaría las viejas heridas hasta purificar las energías, era claro que la lluvia bendecía la actitud de desprendimiento y el coraje de perdonar las ofensas por parte de ambos curanderos.
Don Melchor y Don Atilio, acordaron también que cuando a cada uno le tocase la muerte física, de disponer todo lo necesario a fin que nadie llore la pérdida, sino más bien fuera un momento de alegría y de fiesta –inclusive-. La música según ellos ayudaría al alma a realizar su viaje de trascendencia y con ayuda de los espíritus de sus ancestros ser guiados a fin de habitar los grandes apus hasta la eternidad. Se dice que cuando la vida terrenal terminó en cada uno de ellos, se realizaron cortejos fúnebres alegres, los familiares, discípulos y la gente del pueblo bailó y bebió con alegría, recordando con gratitud a estos maestros del curanderismo andino. Desde entonces estos curanderos viven convertidos en espíritus y moran los apus de la cadena montañosa que rodea el nevado ayacuchano que lleva el nombre de la ofrenda del maíz “Sara Sara”.
Autor: Arnaldo Quispe
de –Bertha Martinez – amureen@gmail.com
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